miércoles, 10 de diciembre de 2008

Desesperado por Dios

Nací en el país décimo tercero más pobre de todo el mundo. Iban de casa en casa asesinando, robando y abusando. Recuerdo que mis padres me despertaban para salir a escondernos, porque se escuchaban a los soldados llegar. Salíamos a ocultarnos al monte, con un cielo espectacular lleno de estrellas; pero a la vez, lleno de gritos. Se oían las voces de mis amigos gritando: “no toques a mi mami, no la mates”. De zarza en zarza nos escondíamos, nos dormíamos en esos lugares. Los niños nos podíamos dormir, pero los adultos no dormían. Luego regresábamos a casa saltando sobre los cadáveres de amigos y familiares que habíamos perdido. Me cambiaban e iba al colegio. Un día, una bomba cayó sobre la clase donde estábamos, mi maestra murió y la sangre de algunos compañeros salpicaba por todos lados.



Salíamos corriendo unos tres kilómetros, luego nos parábamos y mirábamos si estábamos bien. Nos encontrábamos llenos de sangre y uno de mis amigos tenía un hoyo en el estómago, porque le había quedado clavado un hierro, pero se desangró y se murió. Esa fue mi niñez. Cuando miraba mi presente, pensaba que jamás sería alguien en la vida. Pero un día llegó un evangelista, predicó e hizo el llamado. Quinientos de nosotros pasamos al frente. En ese momento, sentí una gran paz en mi vida. Regresé a casa muy feliz, porque había nacido de nuevo. A regresar a la escuela con mis amigos, les conté que Jesús había entrado en mi vida, pero ellos me decían que mañana moriría, que no había esperanza.



Yo les insistía contando que yo era nuevo, y no importaba si moría, porque yo iba al cielo y no al infierno. En un mes, 50 compañeros se convirtieron para Cristo.



Jeremías 29:11. Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis.



Yo me impresioné tanto al leer esta Escritura, porque no creía que Dios tuviera planes para mi vida, por el lugar donde vivía. Mi mente empezaba a hablarme, porque miraba mi condición. Pero venía una palabra a mi vida que era: “Confía en mí y no te apoyes en tu propio conocimiento”.



Mi mente siempre pensaba en lo que no tenía, pero creía en lo que Dios me estaba diciendo.



Yo confié en él, renové mi mente, la empapé de El todos los días. Llega un momento en que tu mente no diferencia entre lo bueno y lo malo. Tu cuerpo empieza a responder como si ya hubieras hecho algo, porque

Proverbios dice: Así como el hombre piensa en su corazón, así es él.



Por eso, debes de pensar como un hijo de Dios, y empecé a creer que Dios me iba a usar. La gente pensaba que estaba loco, pero he creído lo que Dios dice y no lo que mi nación decía de mí. Con mis amigos formamos un grupo de canto, ensayábamos dos días a la semana, y los lunes pasábamos toda la noche orando, porque creíamos que Dios nos usaría en todas la naciones. Un día, llegó un misionero a Uganda, nos invitó a Inglaterra a cantar en una iglesia. Éramos los artistas más nuevos, pero empezamos a vender álbumes en todo el mundo; cantamos con muchas celebridades, y estábamos obsesionados por el sueño de Dios.



Cada año, mirábamos a muchos jóvenes llegando a Dios. Hoy estoy capacitando a líderes en todo el mundo y tengo dos doctorados. Realmente, ¿crees que un niñito de Uganda podía lograr algo así? ¡No! Todo fue por su gracia. En Hechos dice: Dios no hace acepción de personas. Si lo hizo conmigo, que era de un pueblo muy pobre, lo puede hacer contigo.



Debes tener el sueño de Dios, estar embarazado de ese sueño. Para darlo a luz, sólo tienes que sentirte desesperado por Dios.



En Marcos 5, habla de la mujer con el flujo de sangre, que se entera de que Jesús va a pasar por donde ella vivía. Decía: “Jesús viene, si tan sólo toco su manto”. Imagínate, esta mujer tenía que caminar con una campanita que sonara, y en ese sonido decía: “soy inmunda”. Pero estaba tan desesperaba, que arriesgó su vida empujando a la gente, tocó el manto de Jesús y fue sana. Pero Jesús sintió que alguien la había tocado, porque salió de él un toque de poder.



Marcos 10 habla de Bartolomeo el ciego. Cuando gritaba desesperado que tuviera piedad de él, Jesús lo escuchó; fue por ese clamor tan desesperado que Él lo sanó.



Había en la iglesia una mujer llamada Teresa, su bebé se enfermó y murió en el camino; así que el doctor le tuvo que decir que se había muerto y que la tenían que enterrar. Pero Teresa era una mujer muy “loca”, y le dijo al doctor: “Ella no está muerta; eso es lo que dice usted, pero yo conozco a alguien más que dice otra cosa”. Así que Teresa se quedó un momento con su bebé, tomó el cadáver y salió corriendo del hospital hasta llegar a su casa. Se puso la ropa más fina que tenía, caminó hacia la iglesia unos 10 kilómetros para llegar con el cadáver y se sentó en la última fila. Empezamos a danzar como dos horas y la gente empezó a ser sana, demonios salieron de todo mundo; la gente no entendía, y en medio de ese caos, el poder de Dios cayó.



Teresa subió a la plataforma a contar su testimonio, y dijo que su bebé había muerto la noche anterior, pero que había llegado a la iglesia olvidándose de todo lo que había pasado y le empezó a alabar. En ese momento, su bebé empezó a calentarse, ya no estaba tieso, sino aguado, pero ella seguía alabando a su Dios. Y en ese momento, su beba empezó a llorar. Estaba tan contenta de contar su testimonio, de saber que su bebé estaba vivo.



Dios quiere que tú te desesperes por Él; no anda buscando tus habilidades, sino tu disposición.

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